No hay dudas de que los gobiernos no logran estar a la altura de las catástrofes, sin embargo la ocultación de información respecto a las y los desaparecidos, las muertes y la situación de caos que se vive, representa no sólo la falta de conducción política sino también de moral, empatía y otredad.
Copiapó es una ciudad que se cocinaba a fuego lento. El desvío del cauce natural de los ríos, la construcción de relaves mineros y la intervención de las empresas por sobre las vidas humanas, representó años de explotación, ocultos tras las promesas de puestos de trabajo para la agricultura y empleo con sueldos que sobrepasan la media nacional para la minería y los servicios hoteleros.
Por esta razón, la población flotante del norte de Chile ha crecido considerablemente durante los últimos años. Y es que en eso quisieron convertirla, tanto a la población originaria como a la visitante, transformarla en una gran masa flotante, y contaminada, que aportara a la descomposición del tejido social y a la falta de convivencia. Una masa flotante que pudiera moverse de ese territorio ancestral y dejar el camino limpio al empresariado y sus suculentos negocios.
Hoy, después de mucho tiempo, mujeres y hombres se miran a los ojos y se toman de las manos para levantarse, en medio de la ceguera del Estado, de las mineras, y la nuestra, esa que no nos permite ver al otro, a la otra, en la vida cotidiana, a 30° grados de calor y con turnos salvajes que no representan más que una esclavitud encubierta y moderna. Copiapó era una ciudad hostil y gris, pero hoy se reconoce en la solidaridad de clase, se reconoce en el sufrimiento, y toma conciencia de su empatía y fraternidad.
“Los muertos siempre hablan cuando tienen que hablar”, decía una vez Mireya García, a propósito de las y los detenidos desaparecidos. Y probablemente es lo que ocurre en estos días en el norte de Chile. Los muertos avanzan con rabia en medio del barro, del arsénico, del mercurio, de la mierda humana, animal e industrial, en medio de los miles de ratones, de las enfermedades. Ahí vienen nuestros muertos, los de ayer y los de hoy a decirnos que nos detengamos antes de que la muerte neoliberal nos arrebate el hoy y el mañana.
El caos es absoluto. Cada día crece el número de desaparecidas y desaparecidos, mujeres y hombres que estaban en las cosechas de la uva, en las mineras, en sus casas, en sus puestos de trabajo, madres y padres con sus hijas e hijos. El número avanza y mientras tanto el gobierno, en su histórica comodidad, se mantiene intacto e indolente.
Han comenzado a manifestarse las enfermedades, la diarrea, el vómito, los mareos y desmayos se están volviendo masivos en medio de la nube tóxica que cubre la ciudad. Las cámaras de televisión y la funcionalidad de los periodistas para con el sistema, no son capaces de mostrar una realidad que nos duele, que nos angustia, que nos demuestra que lo hemos hecho todo mal, que somos ciegos porque no queremos ver.
Sin embargo, en la toma de conciencia, nos vamos diferenciando. Nos diferenciamos del impecable traje Armani del ministro Rodrigo Peñailillo, de las botas sin barro de la presidenta Michelle Bachelet, de los petitorios de caipiriñas, vino fino y filete de los periodistas del “canal de todos los chilenos”. Suerte de ser diferentes, de haber aprendido de nuestros antepasados que en cada acción hay que poner el corazón. Suerte de ser solidarias y solidarios y no dependientes de una caridad asistencialista que busca siempre sacar provecho de nuestro dolor.
Y quizás, como dice José Saramago, esto pueda ser como un reguero de pólvora, se enciende aquí y explota más allá, pues como para ellos somos mierda, vamos a serlo hasta el final, hombro con hombro, y de esta mierda que somos algo les salpicará.
Por: Silvia Gutiérrez González
Fuente: La Radioneta