Eduardo Miño: La historia del hombre que ardió frente a La Moneda

MAN FIREEl jueves 30 de noviembre de 2001, poco antes del mediodía, Eduardo Segundo Miño Pérez, de 50 años, se roció con un líquido inflamable y se quemó a lo bonzo frente al Palacio de La Moneda. Tras arder por alrededor de un minuto, fue apagado por Carabineros y atendido por una enfermera que participaba de un acto de la Comisión Nacional del Sida que se realizaba en la Plaza de la Constitución. A ella le dijo que tenía tres hijos y que vivía en Maipú. Doce horas más tarde, el 1 de diciembre, fallecía en la Posta Central. Tenía quemaduras en el 71 por ciento de su cuerpo, la mayoría de tercer grado.

Minutos antes de prenderse fuego repartió entre los transeúntes la carta en la que denunciaba la muerte de 300 personas producto de la inhalación de asbesto, responsabilizando a la empresa Pizarreño por utilizar ese maligno mineral en la fabricación de materiales para la construcción, a la Mutual de Seguridad, al gobierno, y perpetuando en el papel su rotunda frase Mi alma que desborda humanidad ya no soporta tanta injusticia. Luego de eso y antes de inmolarse, se causó una grave herida en el abdomen con un cuchillo. “Fue como un harakiri”, dice hoy Manuel Villarroel, su sobrino.

EL “COMPAÑERO MIÑO”

La vida de Miño estuvo cruzada desde pequeño por Pizarreño. A los 4 años llegó a vivir a la población que estableció la empresa en Maipú, junto a su madre, Mariana Pérez, su hermano menor, Luis, y su padrastro, Manuel Cerda Cañas. En aquella casa que se les entregaba a los trabajadores nacieron también sus otros cuatro hermanos. Allí Eduardo ingresó a estudiar a la escuela de la misma industria -hoy conocida como El Llano- y luego a participar activamente de las actividades programadas por Pizarreño para los pobladores. Todo, siempre, a no más de 30 metros de la fábrica Pizarreño.

Tras egresar del Liceo Municipal de Maipú comenzó a militar en las Juventudes Comunistas de los agitados años ’60, donde se perfila como un líder innato. Por su temprano y sabido arraigo en el Partido se haría más tarde conocido entre sus colegas como el “Compañero Miño”. En sus actividades en el PC fue que conoció a su primera esposa, Victoria Guerrero, hermana del profesor y dirigente comunista, Manuel Guerrero, asesinado por la dictadura en 1985 en el macabro Caso Degollados.

“Le molestaba mucho la desigualdad”, dice Juan Carlos Villarroel, cuñado de Eduardo y vocero de su familia. “¿Por qué yo tengo que ser pobre y él rico? ¿Qué pasó?”, recuerda que se cuestionaba Miño, a quien siempre se le veía leyendo y estudiando. “Eduardo era un político, revolucionario, muy recto, y yo un farandulero… ¡Tuve que ensañarle a bailar rock and roll!, porque no sabía. Nunca lo vi fumar ni tomar”, destaca Juan Carlos, quien además de la militancia en el PC, compartió con Eduardo su hogar una vez que este se separó de Victoria.

En esa casa los pilló el golpe de Estado. “Lo primero que hizo fue irse a la sede del partido en Maipú a salvar cosas. Después no lo vimos más; aparecía un rato y se iba al tiro”, dice su cuñado. “Era muy disciplinado. Vivíamos juntos, podía llamarme a su pieza y decirme lo que necesitaba decirme, pero nos citaban a otros puntos, en Huechuraba, en Renca, por ejemplo, y ahí me daba las instrucciones”, rememora Villarroel sobre el prolijo actuar de Miño en dictadura, el que sin embargo no impidió que fuera secuestrado junto a un grupo de militantes por agentes del régimen, en medio de una reunión clandestina en su furgón. Solo la presión de la Vicaría de la Solidaridad permitió su regreso luego de tres días.

Miño comenzó a viajar al extranjero a prepararse militarmente, asegura Juan Carlos, y se autoexilió en Suecia durante algunos años, desde donde regresó a mediados de los ’80. Retomó la dirigencia comunal, comenzó a manejar un viejo Opala como colectivo de la línea 650 -los primeros que hicieron el recorrido Santiago-Maipú- y a dedicarse a la fotografía. “Seguramente fue como una forma de estar en todos lados, de saber qué pasaba”, piensa Villarroel. “Hasta empezó a jugar a la pelota, de viejo ya”, agrega, festinando con el paso de Eduardo por el Club Ramón Freire de Maipú: “¡Si nunca jugó a la pelota, era muy malo. Nunca había tenido zapatos de fútbol!”.

“DESPUÉS DE DIOS, PIZARREÑO”

El asbesto es un mineral fibroso resistente al calor, a la electricidad y a la acción de agentes químicos. Sin embargo, la exposición a esta sustancia y su inhalación se traducen principalmente en tres graves enfermedades: el mesotelioma pleural maligno, la asbestosis y el cáncer pulmonar. El asbesto ha sido el causante de la muerte de cerca de 20 millones de personas a nivel mundial, según se asegura en el libro “Fibras grises de muerte: El silencio del mayor genocidio industrial en Chile”, publicado el 2013. Y no solo es un riesgo para los trabajadores que lo manipulan, sino para sus familias y cercanos –pues las fibras quedan en las ropas e insumos- y para la población en general cuando el mineral pasa al agua y al aire.

Si bien en nuestro país su uso está prohibido desde 2001, lo cierto es que a partir de los años ’50 su utilización se masificó a tal punto en este territorio que, según el censo de 2002, un 42,2% de las casas en Chile están construidas con placas de pizarreño mezcladas con asbesto.

“Si naciste cerca de un foco de contaminación de asbesto, si fuiste hijo de un trabajador que manipuló el mineral o si inhalaste alguna fibra en alguna etapa de tu vida, estás condenado inexorablemente a morir”, dispara en el mencionado libro Adrián Prieto Farías, de la organización Unidos Contra el Asbesto, cuyo padre –trabajador de Pizarreño- murió hace tres años a causa de un mesotelioma pleural maligno.

Eduardo Miño sufrió lo mismo que Adrián: En 1989 vio morir del mismo mal a quien consideraba su padre, Manuel Cerda.

Si bien Pizarreño llevaba ocupando desde los años ’30 asbesto en su proceso de fabricación de materiales para la construcción, fue ese acontecimiento el que lo llevó a cuestionar los nocivos efectos de la industria casi naturalizados por todos. De hecho, es recién en la década del ’90 que las víctimas y sus familiares comienzan a abordar el problema del asbesto como un conflicto que atravesaba lo social y lo medioambiental.

“Lo que pasaba es que Pizarreño era una gran empresa para sus trabajadores. Los viejos antiguos decían: Después de Dios, Pizarreño”, explica Juan Carlos, recordando que en el Deportivo Pizarreño les compraban desde los zapatos de fútbol hasta el shampoo. Pizarreño había llegado para dar solución al deseo de una casa digna en el Chile de inicios del siglo XX, pero también para terminar con el problema habitacional de sus trabajadores y empleados, para asumir la educación de sus hijos y satisfacer además sus necesidades socioculturales y recreativas. De ahí que en “Fibras grises de muerte” se plantee que todavía hoy “muchos ex trabajadores y familiares recuerdan con anhelo ese tiempo de bienestar social, siendo para algunos hasta casi imposible culpar de todo a esta empresa que fue tan buena con ellos”.

No es sino hasta 1998 que se genera la instancia que liderará la lucha legal y mediática frente a Pizarreño y los efectos del uso del mortal mineral, el Comité de Víctimas del Asbesto, que un año después interpone una querella contra la empresa y pasa a llamarse Asociación Chilena de Víctimas del Asbesto (ACHVA). Eduardo Miño fue uno de sus integrantes. “El siempre estuvo ahí tratando de ayudarnos, de apoyarnos. Cuando tuvimos que entregar documentación a los ministerios por el tema del asbesto, estuvo aquí ayudándonos, separando fotocopias, separando casos, archivando documentos”, contó tras su muerte la secretaria de archivo de la Asociación, Carmen Gloria Elevanchini.

La batalla de esta agrupación y de los sindicatos se traduce finalmente en que en enero de 2001 el Ministerio de Salud dicta el Decreto 656 que prohíbe la importación, producción, distribución, venta y uso del asbesto y de cualquier material que lo contenga. Eso, sin embargo, no terminó con la impunidad de Pizarreño, empresa que ha desconocido su responsabilidad frente a los enfermos y los muertos, traspasándosela a los operarios y acusándolos de no cumplir con las medidas de seguridad. Por su parte, el Estado –quien utilizó de proveedor a la empresa para la construcción de viviendas sociales y modernización de la red de agua potable en gran parte de Chile- tampoco se hizo cargo de erradicar el mineral ni menos de velar por una reparación para las víctimas.

“NO LE DIJO A NADIE LO QUE IBA A HACER”

En este escenario, con la muerte de su padre, de varios de sus mejores amigos y de familiares acompañándolo tanto como la amenaza de ese cáncer que se los llevó, es que Miño toma la decisión de quemarse a lo bonzo frente a La Moneda. Una acción que “marcaría para siempre el camino de la lucha contra el asbesto”, se lee en “Fibras grises de muerte”. En estos momentos vienen a mi mente el recuerdo de mis amigos, el “perucho” Iriarte, el David Farías, el Fernando Becerra y todos aquellos que han muerto víctimas de la asbestosis, había escrito previamente en una carta dirigida al Presidente de la Asociación Chilena de Víctimas del Asbesto.

“El es muy sensible, muy inteligente. No demostró que pudiera buscar este fin”, declaró a la prensa de entonces Jacqueline Olguín, su compañera de hacía 10 años. “No le dijo a nadie lo que iba a hacer. Eduardo era muy reservado”, cuenta su cuñado. Antes de partir a La Moneda, Miño escribió tres cartas, además de la que dirigió a la opinión pública: Una a su madre, otra a sus hijos y una tercera a la Asociación de Víctimas del Asbesto. También se dio el tiempo de repartir las cosas de su casa: Dejó por escrito el nombre del destinatario de cada una de sus pertenencias. Esta forma de protesta, última y terrible, la hago en plena condición física y mental, escribió en la declaración que repartió antes de quemarse.

“Él sabía que no había vuelta atrás. Iba a morir sí o sí”, cree Juan Carlos Villarroel respecto de la decisión de Eduardo de enterrarse un cuchillo antes de inmolarse. “Pienso que quería hacer algo que impactara, que hiciera reaccionar a todos, tanto al Estado como a los trabajadores. Un último llamado de atención”, agrega.

Miño vivió en la Población Pizarreño en Maipú durante 25 años, pero nunca trabajó en la empresa. Tampoco se le había diagnosticado asbestosis, mesotelioma o cáncer al pulmón, las tres principales enfermedades asociadas a la exposición al mineral. Solo formaba parte de la Asociación de Víctimas como otros familiares y amigos. Y, según aclara Villarroel, no estaba desempleado al momento de inmolarse, como publicaron algunos diarios. Tras 15 años como chofer, había decidido vender su colectivo, pero se había ido a trabajar a una compra-venta de vehículos en Maipú, junto a un pariente. Todo lo demás lo especuló la prensa de la época tras su muerte, probablemente intentando encontrar cierta lógica a su radical acción.

“Eduardo siempre estaba por los demás”, recuerda su cuñado. Lo que más odiaba eran las corbatas, dicen sus cercanos, entre quienes es recordado como una persona muy alegre. De hecho, así les pidió que fuera a los de la Asociación de Víctimas del Asbesto en la carta que conocerían tras su muerte, donde también les exige autocrítica y unión para visibilizar el movimiento y concientizar a la opinión pública sobre su lucha. Mi decisión de inmolarme por la causa de los trabajadores enfermos puede parecer una locura, pero es un supremo acto de protesta contra tanta injusticia, y de uds. depende que no caiga en el vacío, les escribió.

Por: Daniel Labbé Yáñez

Fuente: El Ciudadano

Información relacionada

Asbesto en Chile: “Canio Corbo es el mayor responsable de esta matanza”

Pizarreño culpable: La Justicia oyó la voz de trabajadores

Carta abierta de un hijo por la muerte de su padre a causa del asbesto de Pizarreño

Leave a Reply

Your email address will not be published. Required fields are marked *

*